Hay que saber pedir…(Cuento urbano)

          Era una hermosa tarde soleada en la costa. La brisa suave invitaba a almorzar en la terraza del Club Náutico, ubicado estratégicamente sobre un risco prominente del acantilado, entregando a sus socios y clientes la mejor vista de la marina, del borde costero y la hermosa playa de doradas arenas. No había mejor lugar que éste en kilómetros a la redonda y por eso Enrique y sus acompañantes lo eligieron para pasar una agradable velada y degustar las bondades de su bar y cocina, donde un aclamado chef desarrollaba un reconocido arte culinario. Se pagaba con agrado los elevados precios de la carta, era un lugar exclusivo solamente frecuentado por banqueros y magnates industriales dueños de yates. Enrique no era ninguno de aquéllos, pero tenía lo suyo. Se notaba al observarlo, conducía un espectacular descapotable blanco Mercedes Benz del año, en su muñeca izquierda brillaba un reloj Rolex de or y lo acompañaban tres bellísimas mujeres engalanadas con sugestivas tenidas, amoldadas como un guante a sus esbeltas figuras. La rubia mostraba sus torneadas piernas con un escueto y ajustado vestido de color rojo fuego, la trigueña, vestida de color verde que hacía juego con el color de sus grandes ojos, mostraba una cintura de avispa, resaltando unas caderas de ficción y la morena, de brillante cabellera ala de cuervo, insinuaba su generoso busto a través de un escote atrevido en su ajustado vestido negro, atrayendo inevitablemente las miradas como un potente imán a un puñado de tachuelas.

          El magnífico deportivo subió parsimoniosamente por detrás del promontorio y se estacionó frente a la entrada principal con un ronroneo suave del poderoso motor de seis cilindros. En el acto se acercó un muchacho estacionador, impecablemente vestido de blanco, con pantalones perfectamente planchados. Abrió la puerta para que descendieran las muchachas y Enrique se bajó del otro lado, entregando el vehículo al acomodador. Las tres bellezas quedaron esperándolo, una de ellas, la trigueña, llevaba en una mano un pequeño atril dorado en el cual se balanceaba un gran loro verde. Subieron los cuatro peldaños del pórtico de entrada, donde los esperaba el maitre.

  • Buenas tardes señores. Bienvenidos al Club Náutico. El bar y el restaurante está abierto para todas las visitas este fin de semana. Ustedes no son socios ¿verdad?
  • Hola. No, claro que no, pero nos han hablado muy bien de este lugar. Por eso deseamos almorzar, y si es posible, en la terraza, cerca del mirador – y le mostró hacia la pequeña glorieta blanca que se divisaba más allá de un par de hibiscos floridos -. Creo que allí nuestra mascota no importunará a nadie.
  • Muy bien señor, tomen asiento y les enviaré de inmediato un garzón para atenderlos. Con permiso.

Caminaron hacia el lugar y se instalaron en una mesa a la sombra de la glorieta, disfrutando de la   excelente vista. El atril con el loro quedó en un costado, de espaldas al mar. En dos minutos llegó un camarero uniformado con camisa y pantalones blancos, pajarita negra en el cuello, con cuatro cartas bajo el brazo y una tablet en la mano para anotar los pedidos.

  • Buenas tardes, mi nombre es José y tendré el agrado de atenderlos hoy. ¿Desean un aperitivo? Les cuento que hoy estamos de aniversario y los aperitivos son por cuenta de la casa -. El joven miraba a las mujeres con ojos como platos, no pudiendo disimular la admiración que le provocaba la vista de tanta belleza -. Qué les traigo.
  • Gracias José. Mira, a esta preciosura rubia, te la presento, es Marilyn, por lo de la Monroe, se le parece ¿no crees? Aunque yo estimo que la presente es mucho mejor que la histórica.       Bueno, ella adora las vainas en oporto, con poquita canela, eso sí, ¿verdad amorosa? – , y ella le respondió con una sonrisa capaz de derretir un glaciar. Esta otra belleza, trigueña, se llama Ava, por la Gadner, con esos ojos verdes que te matan. Ella toma siempre algo sofisticado, como es ella, y declara su preferencia por el bitter a la francesa. Bien helado, pero sin hielo, ¿no es así, querida? – Ella lo miró intensamente, guiñándole un ojo con discreción. José sintió un pequeño mareo al mirarla a los ojos. – Y ahora – continuó Enrique – esta morena espectacular, Lola, mi perla del Caribe. Ella es fogosa y más atrevida, prefiere un Martini bien seco, pero sin cereza, sino que con una aceituna negra – dijo tirándole un beso que ella respondió estirando una voluptuosa trompita que dejó al pobre José al borde del colapso cuando se encontró con el escote de su elegante vestido, mostrando más piel de la necesaria.  Yo voy a acompañar a Lola, pero al mío le pones la cereza.
  • Muy bien señor, señoritas, les dejo la carta para que decidan su plato – y bastante asorochado  se dio la vuelta.
  • ¡Oye José! No te vayas todavía que no hemos terminado, muchacho. Falta nuestra mascota – espetó Enrique girando un poco su silla e indicando con el dedo al pajarraco -. Mira, te lo presento, es Troglo, por Troglodita, claro, ya vas a ver por qué lo llamamos así. Pide Troglo, qué vas a querer – José miraba con verdadero asombro, incapaz de creer lo que estaba viendo – “Crrrack, craaack, comida, comida” – dijo el loro -. Es lo único que sabe decir – le aclaró Enrique -, porque es lo único que le interesa. Yo lo conozco, tráele un pitcher lleno de Coca Cola y un chacarero completo. Es loco por la Coca Cola.
  • Señor, no vendemos pitcher, solamente schop.
  • Bueno, que sean dos schops de medio litro cada uno, llenos de Coca Cola, entonces. Y mientras traes el pedido, iremos al baño a lavarnos las manos. Y no te preocupes por Troglo, no se vuela y menos, en ayunas.

El garzón, confundido, partió hacia adentro, seguido por los comensales, pensando que creía, erróneamente, haberlo visto todo hasta ahora.

Una vez reinstalados en los asientos, observaron  que José se acercaba con un carrito donde había una bandeja con canapés de camarón, una pequeña tabla con tres tipos de queso y aceitunas sevillanas rellenas de pimentón. Servilletas blancas de papel grueso y los tragos. Puso frente a cada uno un posa vasos de pizarra negra con el logo del Club en blanco y fue colocando los vasos con los cocteles.  En un plato aparte, sobresalía el chacarero extra de Troglo, apalancado con los dos vasos schoperos con Coca Cola. Lo dispuso todo y el loro, apenas tuvo a su alcance el chacarero, puso una pata encima y empezó a engullirlo. Mientras, Enrique sacaba del bolsillo interior de su chaqueta, que había dejado colgada en el respaldo de la silla, una boquilla dorada hueca de unos 20 cm de largo que puso dentro de uno de los vasos. A la mitad del sándwich, se encajó la boquilla dentro del pico y sorbió de un solo envión, la mitad el contenido del  primer vaso. 

Regresó José oportunamente  después de unos quince minutos a tomar el pedido del almuerzo, retirando los platos y copas para colocarlas de nuevo en el segundo nivel del carrito e invitándolos a todos a trasladarse a una mesa vecina que había sido adecuadamente preparada para la comida. Presentaba un primoroso elegante aspecto, con finos platos con borde dorado, copas de cristal, cuchillería antigua y pesada, servilletas de género bordadas con el emblema del Club Náutico en un plato apropiado, rodeando un panecillo dorado. Mantequillera de cristal con labradas bolillas del amarillo producto, dos platitos con forma de bote llenos de dos salsas, una verde y la otra de color rosado. Había también una fuentecita de greda con un picadillo fino de ají verde en aceite de oliva y hojitas de cilantro. No faltó la panera de plaqué con gricines y otros panes recién horneados envueltos en unas servilletas dispuestas en cruz, verde y dorada. Troglo fue colocado más lejos, en una mesilla auxiliar que habían colocado a un costado.

  • ¿Ya está lista la elección de los platos? ¿Encontraron algo de su gusto en la carta?
  • Por supuesto – dijo Enrique, sobándose las manos – ya estamos preparados y con el diente bien largo. Los aperitivos estuvieron de maravilla. No vamos a seguir las sugerencias de la carta, ahí aparecen muchos nombres raros y nosotros somos de gustos definidos. La simplicidad de saborear lo conocido tiene sus ventajas.
  • ¡Qué bien! Tomo nota entonces.
  • A ver. Marilyn se inclinó por la corvina meunière. Es una de sus especialidades preferidas, acompañada de papas hilo.
  • Buena elección, señor. Nuestro chef la prepara de maravilla, con ostiones y vino blanco.
  • Nuestra Ava se tentó con la reineta a la mantequilla negra acompañada de papas a la Parmentier. Y Lola me comentó que no iba a dejar pasar la posibilidad de degustar la albacora. Y con tomate nevado y medio ají verde entero, o sea, sin picar. Ella gusta de sabores fuertes. A mí, quiero probar igualmente la reineta, pero al vapor y finas hierbas, con papa cocida, estilo chilote.
  • Muy bien señor. Y…don Troglo ¿se servirá algo?
  • ¿Algo, dices? ¿Algo? Para empezar, le puedes traer seis empanadas de marisco, después el chupe de jibia que aparece en la carta, para cerrar con un congrio frito con acompañamiento “a lo pobre”, ese que conoces, con papas fritas y cebolla caramelizada. Y con dos huevos fritos encima. No olvides el jarro con Coca Cola.
  • Así será, señor ¿Desea un vino?
  • Claro, voy a elegir un buen blanco esta vez.
  • Le enviaré de inmediato a nuestro sommelier Ricardo para que lo asesore con nuestra carta de vinos. Con su permiso – se fue caminando hacia adentro mientras hacía una discreta seña a otro sujeto vestido de negro que se acercó con una cartulina oscura.
  • Buenas tardes – saludó cortésmente – soy Ricardo, el sommelier y deseo presentarle nuestra carta de vinos – acercándole la cartulina plegada. Enrique la abrió y sólo encontró allí vinos Premium. No todos excesivamente caros. No había logrado aún aprender a apreciar esos caldos que costaban muchos miles de pesos. Una vez decidió comprar un Caballo Loco de Santa Rita, caro, pero no de los exagerados, y no disfrutó mayormente. Por eso se movía siempre entre los de rango medio en precio y les encontraba un agrado más de acuerdo a sus gustos. Una vez, recordó, visitando una viña en el valle de Chianti en la Toscana, en Italia, el enólogo des dio a catar el vino más caro que tenían. Un tinto que encontró áspero, de taninos muy fuertes, desagradable. Si este es el mejor, cómo sería el peor, pensó. Y le hizo una observación al enólogo, diciéndole que era chileno y que el vino presentado no le había agradado. Probablemente una impertinencia de su parte, pues él se mosqueó y le dijo en un tono molesto: “¿Cuál es el mejor vino? El que a uno le gusta, signore”. Todos los presentes reímos y pudimos relajar el momento.
  • Vamos a comer pescados, qué me sugiere usted.
  • Este Chardonnay Amplus, de Santa Ema, seguro que se aviene con el pescado. Y se lo traigo a 13,5°C justos, como corresponde.
  • Muy bien, lo esperamos.

Llegó el vino a punto, como Ricardo dijo, lo hizo probar a Enrique que lo encontró muy de su agrado y procedió a servir en las copas de las bellas muchachas. Estaba bueno, había sido una excelente elección en su opinión.   

  • Crrrack…craaack…comida…comida…- se escuchó – y Troglo se sacudió demostrando impaciencia.
  • Tranquilo, muchacho, va viene la merienda. Ava, tú que estás más cerca – pidió Enrique -, tranquilízalo un poquito, por favor. Dale un par de grisines con esa salsa rosada, así dejará de interrumpir -. Ella, solícita, lo hizo. El pajarraco engulló las masitas en dos tiempos. Pero se aquietó, dejando de balancearse impaciente en el atril.

Llegaron los platos. Desde otro carrito de algo mayor tamaño, José los fue colocando parsimoniosamente frente a cada comensal, a cada uno lo que había pedido. Frente a Troglo, sus generosas porciones que casi llenaban la mesilla. El pájaro se bajó del atril y se puso a caminar entre los platos, mientras los engullía con verdadera fruición. Ellos disfrutaban de su almuerzo, elogiando el sabor de los platos, conversando de mil cosas y riendo. A su debido tiempo, la botella de vino se agotó y terminaron de comer. Llamaron a José, que atendía otra mesa algo alejada, para ordenar los postres. El hizo un gesto con la mano, solicitando que lo esperaran un minuto mientras se desocupaba allá. Pronto caminó hacia ellos.

  • ¿Qué tal les pareció? Inmediatamente les retiro y les ofrezco un postre. Dejo aquí la carta.

Se llevó el carro con los platos y copas y en un instante regresó con la Tablet.

  • Puedes tomar nota. Todos somos del mismo parecer, fanáticos del Crème Brûlé nos vamos a inscribir con uno cada uno.
  • Muy buena decisión. El chef hace uno soberbio, con un toque de Grand Marnier.Ya lo verán ¿Igual para Trolito,señor? – parecía estarse encariñando con el glotón, claro, obvio, contribuía mucho a abultar la cuenta y la consiguiente propina.
  • No. Este no es tan refinado. Sólo le gustan los huesillos con mote. Pero si no hay, se conforma con un trozo grande de torta de merengue con lúcuma. Y, por último, si no hay, medio kuchen de frutillas… a ver, qué tienes.
  • La torta no hay problemas, señor.
  • Que sea la torta entonces. Pero acompañada de un trozo grande de helado de chocolate. Y medio litro de té frío. Para nosotros después, Marilyn escogerá un té, Ava un agua de hierbas y Lola y yo, un café express doble para cada uno.
  • Muy bien señor, con permiso.

Efectivamente el postre era fuera de serie. Preciso, a punto, la costrilla de caramelo quebradiza y la salsa, suculenta y de vainilla suave, con un fino sabor al exclusivo licor de naranjas. Troglo se zampó sin contemplaciones sus porciones y se fue bebiendo paulatinamente después el té frío. Tenía su estilo distinguido el pajarraco, después de todo.

  • Señoritas, voy a ir al único lugar donde el rey puede ir solo y aprovecharé a pagar la cuenta. Después nos iremos a tomar sol a la playa. Si ustedes gustan también pueden ir a refrescarse y empolvarse la nariz. Troglo nos cuida la mesa, todos sabemos que no se vuela – y se levantó de la silla. Ellas hicieron lo mismo y se fueron con él hacia adentro.

Cuando salió del baño, se le acercó el encargado y le dijo que habían dejado sobre la mesa un pequeño bajativo por cuenta de la casa, pero que el loro se los había bebido todos. Pero, en todo caso, les ofrecerían otro que podrían disfrutarlo en la barra. Le agradeció y pidió disculpas por la falta de respeto del ave. Agradecía la gentil atención y lo harían mientras le preparaban la cuenta. Pagaría en efectivo.

Ninguno se rio. Creo que por cortesía, pero estoy seguro que en esos momentos me estaban poniendo un apelativo muy criollo.

  • Muy bien, señor – se dio la vuelta y dio algunas instrucciones a Ricardo que estaba cerca. Después volvió a dirigirse a Enrique con cara de pregunta -. Perdón señor, pero he observado con detención y sorpresa su atenta visita a este lugar y hemos quedado todos muy impresionados con lo que hemos visto. No lo digo por sus hermosas acompañantes, sino por el pájaro de tan buen apetito, por decirlo de alguna manera discreta ¿Consideraría una impertinencia de mi parte preguntarle por qué lo lleva consigo? Es frecuente que nuestros socios vengan con mascotas, especialmente con perritos bien educados, pero jamás hemos visto una con esas características…tan especiales.
  • ¡Ah, já, já! Sí, es verdad, llama mucho la atención. Pero todo tiene una explicación. Si tiene un poco de paciencia, se la puedo relatar.
  • Claro, claro. Nos interesaría  mucho s todos – se acercaron también Ricardo y una bonita cajera  que preparaba la cuenta. El barman, un apuesto joven pecoso, se acomodó en la barra dispuesto a escuchar también, sirviendo cuatro copitas de un licor duce de color burdeos.
  • Bien. Ahora ustedes me ven así como me ven. Estupendo, tipo artista de cine, atractivo. Tengo una fortuna incalculable, ese auto donde llegué y otros más, departamentos en Nueva York, París y Niza, un yate estacionado en Mónaco, avión privado… Conquisté a estas tres bellezas que me acompañan siempre y me hacen feliz, discretas, calladas, perfectas. Pero yo era un trabajador sencillo de la Región del Bío Bío y me desempeñaba en el negocio de la venta del pescado artesanal que extraían en la playa de Laraquete, ¿la conocen? ¿No? Una hermosa playa un poco al norte  de Arauco. Muy histórica, por la gran resistencia que los naturales opusieron a los españoles en el siglo XVI, grandes batallas se libraron por allí, los araucanos con Lautaro a la cabeza.  Bueno, una tarde que esperaba la llegada de unos botes, me fui a caminar hacia el final de la playa para hacer hora y disfrutar de un grato atardecer. Caminaba distraído por el revolotear de unas gaviotas que se agolpaban en un punto de la orilla. Desde la distancia en que me encontraba me percaté que las inquietas aves rastrojeaban donde llega la ola y hacían rodar un objeto metálico que brillaba.  Me acerqué y las espanté. Al agacharme para recogerlo me di cuenta que se trataba de una antigua lámpara de aceite, de esas guatonas con un pico largo, como la del cuento de Aladino. Qué curioso – me dije – quizás esta reliquia estuvo en algún naufragio antiguo perdido en estos mares. Mucha historia se esconde aún en las aguas del Golfo de Arauco ¿Y si es mágica y la froto, saldrá el genio? Reí mientras la limpiaba de arena y comenzaba a frotarla con  las manos. Como a los 20 segundos empecé a sentir un calor raro en la lámpara y, de pronto, una nube de vapor comenzó a salir por el pico y se fue condensando en una forma extraña, humanoide. La solté espantado y quedé paralizado, la nube vaporosa se fue espesando progresivamente y terminó formando un ser imposible, obeso, vestido con una túnica blanca anudada en la gruesa cintura con una faja roja y un turbante azul sobre una roja cabeza lampiña ¡Adivinaron! ¡Era el Genio de la Lámpara! Bueno, de esta lámpara, era verdad que algunas albergaban genios…
  • ¡Fantástico, increíble! ¡Cuesta creerlo! ¿Y le ofreció concederle algún deseo?
  • ¡Por supuesto! ¡Y tres, nada menos! Cruzó sus brazos regordetes y me dijo con una voz ronca: amo, me has liberado de dos mil años de cautiverio dentro de esa porquería de lámpara y antes de volar al país de los genios desde donde nunca debí salir, pero un espíritu maléfico me raptó y me esclavizó de esa manera, te concederé tres deseos. Y después desapareceré para siempre de tu vista ¿Cuál quieres primero?
  • Gracias genio – balbucí, algo más recuperado, pero sin dejar de pensar que estaba viviendo un sueño tal vez tirado allí en la arena – . Mira – le dije – quisiera que por 30 años me transformara en un tipo inmensamente rico, para poder realizar todas las cosas que quisiera sin fijarme en gastos. Una fortuna inagotable.
  • Concedido, a partir de mañana y por los siguientes 30 años tendrás una cuenta con miles de ceros en el mejor banco de Suiza, te avisarán a tu celular para enviarte las tarjetas y unas claves secretas especiales – este genio ya estaba evolucionado, indudable, habrá estado encerrado en la lamparita, pero sabía cómo iban las cosas afuera – . Dame tu celular y tu RUT – agregó, e hice lo que me pedía ¿Qué te puedo conceder ahora?
  • Mira, quisiera ser más encachado, bello, saludable, culto, atractivo y poder conquistar a tres mujeres fabulosas, una rubia, otra trigueña y una morena para que me acompañen, me adoren y me cuiden.
  • Raro tu pedido de las tres mujeres, pero bueno, es tu vida. Allá tú. Mañana te llegarán tres wasaps para que las pases a recoger donde ellas te van a decir. No vas a tener quejas, te lo aseguro.  ¿Y el tercero?
  • Generoso Don Genio – le dije cruzando mis manos en el pecho e inclinando la cabeza, en modo oriental -, has satisfecho todas mis ambiciones hasta ahora y te estoy inmensamente agradecido. Mi tercer deseo es el más importante para mí, pues da el verdadero sentido a los otros dos -. Y se lo dije.
  • ¿Estás seguro? – me dijo – no le veo mucho sentido, pero allá tú. Te lo concedo de inmediato y adiós -. Después de eso se esfumó.

Reconozco que cometí el error de mi vida. Comprensible, ya les conté mi humilde origen y que no tuve más que una educación básica. No supe expresarme correctamente. ¡Mi deseo final fue pedirle que me entregara un “pájaro insaciable” y me mandó este loro! ¡Qué tal!

Ninguno se rio. Creo que por cortesía, pero estoy seguro que en esos momentos me estaban poniendo a coro el apelativo criollo más conocido.